Desde el comienzo del gobierno del Presidente Uribe se vienen adelantando en Colombia diálogos con los grupos paramilitares que se presentan ante la nación y ante el mundo con ropajes que no corresponden a su verdadera naturaleza, dando lugar a falacias de lenguaje que es necesario sacar a la luz.
1. Dichos diálogos son presentados como una NEGOCIACIÓN POLÍTICA, pero no lo es.
Toda negociación política exige como requisito básico la existencia de dos posiciones antagónicas o al menos diferenciables.
Si se trata de grupos, organizaciones o franjas de población que reclaman una negociación con un gobierno o con un Estado, se presupone que entre esos grupos y el gobierno o el Estado en cuestión se dan diferencias fundamentales sobre los principios o sobre las prácticas políticas. Si no existen esas diferencias carece de lógica un proceso de negociación.
Quien haga un rastreo histórico sobre el pensamiento y las directrices para la acción de las fuerzas armadas o de seguridad del Estado colombiano y las de los paramilitares, no encontrará diferencia alguna importante. Se percibe un enemigo común; un mismo modelo social defendido; una misma doctrina que es la llamada de “seguridad nacional”; unas mismas prácticas represivas; una solidaridad de cuerpo entre ambas fuerzas; un mismo discurso legitimador del sistema vigente; unos mismos mecanismos de impunidad; una misma apología del accionar armado y de la participación de la población civil en el mismo; unos mismos parámetros de estigmatización de los movimientos sociales y de las ideologías políticas no capitalistas, así como una coordinación, combinación y distribución de acciones legales e ilegales con miras a que sirvan a una misma causa.
Esto explica que una de las primeras medidas preparatorias de este proceso, que se ha presentado como de “negociación política”, fue la de modificar la Ley 418 de 1997 y suprimir en la nueva Ley (782 de 2002) el requisito enunciado en muchos artículos de la anterior ley, según el cual, para entablar conversaciones y diálogos con alguna organización armada, el gobierno debía reconocerle previamente “carácter político” (Ej.: art. 8, a., b., parágrafo 1, parágrafo 2; art. 11; art. 50; art. 51; art. 65, etc.). Dicho CARÁCTER POLÍTICO, que se basa en la defensa de principios y prácticas relativos a la orientación del Estado de manera opuesta al régimen vigente y en aspectos que toquen los derechos civiles, políticos, económicos, sociales o culturales, individuales o colectivos, de quienes integran la nación, es lo que en último término define lo que es una insurgencia armada. Por ello es también revelador que el Gobierno del Presidente Uribe se empeñe en negar la existencia de un conflicto armado en Colombia, con el fin de no tener que considerar siquiera una solución política y negociada con el verdadero polo insurgente que defiende principios y prácticas políticas opuestas a las suyas. Prefiere moverse en un discurso donde las únicas fuerzas políticas con las cuales es dable negociar sean las que defienden su mismo modelo social y donde las que defienden otro modelo sean excluidas de toda posibilidad de diálogo o negociación.
2. Dichos diálogos son presentados como una NEGOCIACIÓN DE PAZ, pero no lo es.
La base lógica de una negociación de paz es el reconocimiento de un conflicto que enfrenta a fuerzas opuestas que luchan cada una por la defensa de su causa. Por ello se dice que la paz se negocia solamente entre enemigos y jamás entre amigos.
Lo afirmado anteriormente en relación con los principios y prácticas que ha defendido el paramilitarismo colombiano en sus más de 40 años de historia, es suficiente para concluir que no se da una oposición entre el paramilitarismo y las fuerzas de seguridad del Esatado colombiano. Por lo tanto, carece de lógica hablar de “proceso de paz” entre gobierno y paramilitares, pues nunca ha habido guerra entre esas dos fuerzas.
Si bien en los últimos meses se ha vuelto frecuente que los mass media registren enfrentamientos entre las fuerzas armadas del Estado y grupos paramilitares, e incluso se den estadísticas de “bajas” (muertes, capturas y deserciones) en el paramilitarismo causadas por agentes del Estado, no se trata, sin embargo, de un enfrentamiento real y de principios entre esas dos fuerzas. En efecto, no se persigue a la dirigencia paramilitar; tampoco a los paramilitares que la población denuncia; en muchos casos los “dados de baja” no son paramilitares sino campesinos o pobladores cuyos cadáveres se hacen aparecer como de “paramilitares”; en muchos casos se ha comprobado que se dan acuerdos entre oficiales de las fuerzas armadas del Estado y comandantes paramilitares para “dar de baja” a paramilitares de bajo rango que se han vuelto insubordinados o problemáticos, haciéndolos aparecer como blancos de una persecución oficial.
3. Dichos diálogos son presentados como un PROCESO DE DESMOVILIZACIÓN, pero no lo es.
Como efecto de las numerosas ceremonias de “desmovilización de paramilitares” que se han sucedido desde noviembre de 2003 (iniciadas por la “desmovilización del Bloque Cacique Nutibara” en Medellín, en noviembre de 2003), no se han desintegrado las estructuras paramilitares, ni ha cesado el control de los territorios que antes tenían, ni la relación de obediencia a sus jefes, ni la apología de las “autodefensas”, ni el proselitismo paramilitar, ni las campañas de proyección política del paramilitarismo como anticipo de las campañas electorales.
Hoy día el paramilitarismo representa un poderío económico creciente que impulsa numerosas empresas rentables y mueve sumas exorbitantes de dineros, muchos de ellos “mal habidos” en procesos de legalización, a la vez que proyecta y planifica el control de los próximos debates electorales con miras a eliminar toda competencia mediante las más diversas formas de intimidación.
En los mismos documentos públicos con los cuales se inició el “diálogo” con el gobierno (noviembre de 2002) no se hablaba de desmovilización sino que se registraba la complacencia con el gobierno del Presidente Uribe al cual están dispuestos a devolverle el papel de Estado que han estado ejerciendo en muchas regiones, no para desaparecer como fuerza sino para integrarse a los proyectos del Estado y participar con él en el control de los territorios que han estado bajo su dominio.
Quien se movilice por las zonas de conflicto que cubren casi todo el territorio nacional, puede comprobar que los retenes paramilitares no se han desmontado y que la relación con la fuerza pública continúa siendo tan evidente como antes.
4. Dichos diálogos son presentados como un proceso de DESMONTE DEL PARAMILITARISMO, pero no lo es.
El paramilitarismo tiene un principio rector que consiste en desdibujar las fronteras entre lo civil y lo militar y crear una zona gris donde nunca esté claro dónde comienza la acción armada del Estado y dónde termina la acción desarmada de los civiles. Desde su primer origen el paramilitarismo ha buscado involucrar a la población civil en la guerra, ya como combatientes que incursionan en campos vedados por el Derecho a los agentes del Estado, ya como blanco de la acción bélica de un Estado que no persigue propiamente a insurgentes armados sino a disidentes políticos y a incómodos líderes sociales.
En lugar de terminar con esa zona gris, el gobierno del Presidente Uribe la ha ampliado de manera exorbitante, creando nuevos campos de grandes proporciones en donde los civiles podrán involucrarse en la guerra, ya como informantes, ya como cooperantes, ya como soldados campesinos que rompen todos los cánones tradicionales de la imparcialidad e independencia que las tradiciones democráticas les fijaron a los hombres de armas del Estado, para involucrarse en la defensa emocional de sus familias y comunidades que han tomado partido dentro de la guerra. De otra parte, el cambio de estatuto legal de las cada vez más numerosas empresas privadas de seguridad, convertidas en apéndices de la fuerza pública (Decreto 3222/02), ha incrementado aún más la zona gris que elimina los perfiles de lo civil y lo militar para confundirlos en un conflicto envolvente en el cual solo un polo cívicomilitar monopoliza toda posible legitimidad y autoriza a demonizar a un adversario concebido también como cívico militar, desconociendo sus derechos y justificando toda forma de exterminio del mismo.
Una observación rigurosa de este proceso con los paramilitares llevaría a denominarlo más bien como un proceso de legalización del paramilitarismo, toda vez que se han ido abriendo más y más espacios “legales” para que los civiles se involucren en la guerra fortaleciendo el polo bélico estatal.
5. Dichos diálogos son presentados como un proceso de SUPERACIÓN DE LA IMPUNIDAD, pero no lo es.
Tanto el Presidente Uribe como el Vicepresidente Santos, el Alto Comisionado para la Paz y otros altos funcionarios del Estado, han venido defendiendo públicamente la necesidad de sacrificar en gran parte las exigencias de justicia frente a los crímenes de los paramilitares, sacrificio que se justifica, según ellos, para poder obtener como contraprestación “la paz”. Esto implica un sofisma, como se vio antes, ya que el proceso no conduce a la paz, puesto que no se está negociando con enemigos sino con amigos.
El sacrificio de la justicia que se demanda se ha ido concretando desde hace muchos meses en diversas propuestas que incluyen indultos y amnistías, rebajas de penas, eliminación de la pena de prisión o la posibilidad de convertir en prisión simbólica los mismos territorios de dominio paramilitar; el establecimiento de blandas sanciones políticas o contribuciones a modalidades de reparación como substitutivas de las penas contempladas en la ley. Todo esto ha suscitado un profundo debate ético y jurídico, a nivel nacional e internacional, toda vez que los crímenes que se propone substraer a la justicia son crímenes horrendos que tienen carácter de crímenes internacionales y han lesionado a la humanidad como tal. Además quebrarían uno de los principios rectores de la Constitución, como es el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, dando lugar a efectos tan repugnantes como el hecho de que un pobre que cometa atracos para sobrevivir tenga una pena mucho mayor que la de un paramilitar que ha participado en genocidios, desapariciones, ejecuciones, desplazamientos y torturas.
Las experiencias de pretendida “desmovilización” de paramilitares que se han dado en este gobierno, evidencian otra de las trampas de la impunidad: mientras la Fiscalía promete investigar a cada desmovilizado y estudiar sus antecedentes, solo cruza sus nombres con los listados de sindicados o condenados registrados en la base de datos de la Dirección General de Fiscalías, sin tener en cuenta que una de las tácticas de los paramilitares, que corresponde al diseño del modelo desde sus inicios, consiste en no utilizar el nombre ni el documento de identidad propios, substituyéndolo por un “alias” que además se cambia con frecuencia. Esto explica que la inmensa mayoría de ellos aparezcan con su hoja de vida “limpia” en los archivos de la justicia, exceptuando a los comandantes ampliamente conocidos, para los cuales han operado otras formas de impunidad: se les ha permitido actuar por décadas a la vista de todo el mundo, amparados por la “ceguera voluntaria” de todos los poderes del Estado, cuidando de que la “justicia no los toque”. En lo que se refiere a la impunidad de los agentes del Estado que han hecho posibles o han inducido, impulsado o dirigido el accionar paramilitar, los mecanismos de impunidad han pasado por el no registro de las armas, uniformes o vituallas entregadas a los paramilitares así como de la información referida a esas relaciones.
Por otra parte la Fiscalía se ha negado reiteradamente a investigar los crímenes de lesa humanidad teniendo en cuenta sus notas típicas y esenciales, entre las cuales está su carácter sistemático, el cual exige decretar la conexidad e investigar las estructuras e instituciones en las que se apoya dicha sistematicidad. Y mientras los crímenes “se investigan”, por parte de la Fiscalía, como delitos aislados e inconexos, para que no se puedan tipificar como crímenes de lesa humanidad, se les somete a mecanismos probatorios de antemano destinados al “archivo” o la “preclusión”, dado que se hace descansar la carga de la prueba sobre las víctimas y su entorno social, haciendo caso omiso de su situación de amordazadas por el terror, sometidas como están a un paramilitarismo protegido por el Estado que controla todos los espacios de su vida y que sanciona con pena de muerte o de destierro toda denuncia.
Todas estas prácticas impiden que se pueda hablar de un proceso de superación de la impunidad de los crímenes de los paramilitares.
El Derecho Internacional establece que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles; que no son indultables ni amnistiables; que si sus autores no son juzgados en el país donde se encuentran debe aplicarse la jurisdicción universal en cualquier otro país, el cual tiene derecho a exigir su extradición para dicho procesamiento; que no admiten el eximente de obediencia debida ni el del carácter de alto funcionario de Estado de sus autores o cómplices.
Enfrentar el problema de la impunidad de los crímenes de los paramilitares tiene unos REQUISITOS BÁSICOS. Si éstos no se dan, constituye un nuevo engaño prometer una superación de la impunidad.
Esos REQUISITOS serían fundamentalmente los siguientes:
a) Antes de cualquier discusión sobre instrumentos legales que sirvan para superar la impunidad, es necesario que la nación y la comunidad internacional PERCIBAN UNA POSICIÓN DE PRINCIPIOS (ÉTICA Y POLÍTICA) EN LOS AGENTES DEL GOBIERNO Y DEL ESTADO QUE TENGA CREDIBILIDAD, EN LA CUAL SE EVIDENCIE SU DISTANCIA Y REPUDIO RESPECTO A LAS PRÁCTICAS CRIMINALES DE LOS PARAMILITARES. Los instrumentos legales son instrumentos al servicio de posiciones de principio y de convicciones. Desafortunadamente los últimos meses abundan en manifestaciones de simpatía para con los paramilitares por parte de altos funcionarios del Estado y en discursos que invitan a olvidar sus horrores y a considerarlos más bien como víctimas o como héroes que reclaman recompensas sociales. Todo esto se asocia a la consideración del paramilitarismo como poder económico, político y militar en ascenso vertiginoso, cuyo respaldo se anuncia como “necesario” en los próximos debates electorales.
b) Un proceso de superación de la impunidad exige como condición “sine qua non” UN SISTEMA JUDICIAL FIABLE, QUE DEMUESTRE INDEPENDENCIA, IMPARCIALIDAD, ACATAMIENTO DE LA LEY Y MECANISMOS DE CONTROL. Desafortunadamente vamos en contravía de esto y contamos más bien con un aparato judicial cada día más corrupto y alejado de los principios universales de la administración de justicia.
c) Un proceso de superación de la impunidad no puede iniciarse sin HABER DESAMORDAZADO PRIMERO LA VOZ DE LAS VÍCTIMAS. Desafortunadamente cada día vamos más en contravía de esto, pues las víctimas tienen menos voz en la medida en que los paramilitares, al amparo de su legalización, ejercen hoy mayor control social en los territorios donde sembraron el terror.
d) Un proceso de superación de la impunidad exige unos MEDIOS DE COMUNICACIÓN LIBRES, HONESTOS Y AL SERVICIO DE LA VERDAD. Desafortunadamente todo va en contravía de estos principios. La “autocensura” ha sido confesada por los mismos directores de medios en encuestas anónimas. La simple comparación cotidiana entre lo que se informa y lo que no se informa es escandalosa, así como la selección de fuentes y de versiones.
e) Un proceso de superación de la impunidad necesita ENFOCAR LOS CRÍMENES DESDE LOS FACTORES QUE LOS HAN HECHO POSIBLES CON EL FIN DE GARANTIZAR LA NO REPETICIÓN DE LOS MISMOS. Desafortunadamente el sistema judicial colombiano se ha negado reiteradamente a investigar los crímenes de los agentes directos e indirectos del Estado en cuanto crímenes de lesa humanidad, violando los principios del Derecho Internacional Consuetudinario y los tratados internacionales que protegen la dignidad humana.
Pasar por encima de requisitos tan elementales para superar la impunidad equivale a engañar nuevamente a la nación y al mundo. Cuando se promete construir piscinas y acueductos en un desierto sin fuente alguna de agua, cualquiera cae en la cuenta del engaño. Pero a veces los espejismos obnubilan las mentes y llevan a tomar las apariencias por realidades.
Javier Giraldo, S. J. Bogotá, febrero de 2005