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OPINIÓN: Aunque no nos alcance la vida. A quienes se van en medio de la lucha por la verdad y la justicia

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Por: Ángela Ballesteros G

11 de agosto de 2020

Este escrito y sentido homenaje surge de la pregunta ¿por qué lamentamos y lloramos tanto la muerte de Ángela Salazar Murillo, incluso quienes no la conocimos? Quizás, entran en juego dos de las cosas que se simbolizan y evocan con su vida, pero también, con su muerte: la partida de quienes mueren luchando por la verdad y la justicia, y el reto irresuelto de la participación de las víctimas y comunidades.

Ángela tenía 66 años, chocoana radicada en Apartadó quien vivió casi toda su vida en un país en conflicto, conociendo muy de cerca las violencias contra poblaciones afrodescendientes y mujeres; y como lo dejó escrito: “aunque he sido víctima, no estoy encerrada en mi propia historia”, así que acompañó, escuchó, luchó y se constituyó en una lideresa comunitaria, al punto de llegar a formar parte de los once integrantes de la Comisión de la Verdad. La muerte de Ángela, justo cuando pertenecía a esta instancia de tal importancia histórica para el país, rememora simbólicamente a las personas que mueren esperando la verdad y la justicia en muchos lugares del mundo donde se han perpetrado hechos de violencia atroces que pueden ser considerados como crímenes transgeneracionales. Estos, acarrean que  varias generaciones de madres, padres y familiares dediquen su fuerza vital a dejar sentado un mandato contra la impunidad para que el dolor no siga rondando por el mundo.

Es el caso de la “mamá” Angélica, primera presidenta y emblema permanente de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, fallecida en agosto de 2017 a los 89 años de edad sin haber encontrado a su hijo, Arquímedes, desaparecido durante el conflicto armado peruano que dejo más de setenta mil víctimas. Así también sucede con las madres y abuelas de Argentina, como María Isabel “Chicha” Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, quien murió en agosto de 2018 con 94 años de edad sin encontrar a su nieta Clara Anahí, raptada por la dictadura militar hace 44 años, pero no sin antes haber ayudado a que muchos nietos de otras familias hubiesen sido recuperados. Pero también ocurre con los padres, como don Hernando Numpaque en Colombia, integrante del grupo Vida, Memoria y Dignidad – Movice Boyacá-, quien murió en noviembre de 2012 mientras participaba en un encuentro nacional del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado, haciendo la labor a la que dedicó sus últimos años de vida: exigir verdad, justicia y reparación por su hijo Carlos Eduardo, asesinado por el Ejército y hecho pasar fraudulentamente como muerto en combate.

La muerte de Ángela Salazar y Alfredo Molano, justo cuando ejercían en una de las principales instancias creadas en Colombia para comprender y no continuar repitiendo lo ocurrido en el marco de la violencia y el conflicto, puede ser símbolo y metáfora, legado y homenaje misterioso para quienes han muerto en cumplimiento de una misión similar, aunque más anónima, cotidiana y prolongada; buscando verdad y justicia por crímenes cuya magnitud afecta generaciones tras generaciones, al punto que no alcanza toda una vida para superarlos. Para esa generación que hace lo que hace pensando en los que quedan y los que están por venir, que aplican desde hace años y antes de que estuviera escrito, el sentido “prospectivo” de la justicia que se enuncia en el Acuerdo de Paz.

En segundo lugar, la llegada de Ángela a la Comisión, mujer afrodescendiente, víctima, lideresa social, es un recordatorio de eso que nos interpela constantemente, eso que tanto cuesta aprender, eso tan fácil de predicar que es la premisa de la participación de las víctimas y comunidades. Los últimos días hemos visto homenajes donde nos describen su carácter alegre, comprensivo y propositivo, fiel a la imagen que reflejaban sus fotos: una amplia y agradable sonrisa, llamándola la “sonreidora profesional”. Pues bien, hay otros aspectos supremamente relevantes relacionados con las posturas políticas que sostenía en el cargo de la Comisión de la Verdad, y que se hacen visibles al revisar, por ejemplo, uno de los escritos de su blog donde alcanzaron a plasmarse elementos relacionados con la labor de escuchar y comprender lo que las víctimas cuentan.

En el texto ¡Yo soy la gente! Las víctimas y los ciudadanos de a pie son la razón por la que estoy en la Comisión de la Verdad, publicado en diciembre de 2019, Ángela evidenció su preocupación por evitar la acción con daño por parte de la institucionalidad en el relacionamiento con las víctimas; por las memorias subterráneas, esas que no han sido relevadas: “la soledad de la gente e incluso de comunidades enteras que entre tanta víctima famosa –con todo el movimiento por las reivindicaciones y la reparación de los afectados por la guerra– cuyos casos no son emblemáticos o no califican en esos que conmocionan al país, aunque las personas y sus espacios de vida hayan sido profundamente afectados”;  pero también, su preocupación para que la sociedad comprendiera y ayudara a los actores armados que han entregado las armas para construir la paz.

Estos puntos sobre los cuales Ángela expresó preocupación desde el rol que desempeñaba en la institucionalidad de la “justicia transicional”, no dejan de ser pertinentes para interpelar a los demás actores que se relacionan permanentemente con víctimas y comunidades, como las organizaciones no gubernamentales y demás colaboradores, pues hacen referencia a retos constantes que son más fáciles de predicar que de aplicar. Pensemos en las ocasiones en las que priorizar algunos casos y algunas víctimas implica excluir muchos otros, las ocasiones en que se termina hablando “por” y no “con” las víctimas y comunidades, las ocasiones en que sus análisis y conocimientos se terminan subordinando a los tecnicismos jurídicos y lenguajes académicos, las ocasiones en que se termina actuando de forma paternalista reforzando centros y periferias geográficas, políticas y culturales en relación con las voces que valen la pena ser escuchadas, en fin, las ocasiones en que nos cuesta tanto procurar relaciones más horizontales y humildes.

Esta comisionada defendió los derechos de trabajadores bananeros, empleadas domésticas, mujeres, comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras, estudió y se graduó del SENA. Sí, era la comisionada más parecida a la gente de a pie. Ángela partió un 7 de agosto, fecha que evoca la patria y el heroísmo, y ante la muerte de Ángela, sí que se siente dolor de patria al ver partir a una de las luchadoras por un país donde se respete lo mínimo y lo máximo, que es la vida. Las tareas inconclusas siempre generan incertidumbre e intranquilidad, pero ella se fue no sin antes haber hecho su parte y dejando una posta para muchos y muchas en esta carrera generacional. Sin embargo, se vale llorar por la partida de Ángela, hay cabida para nuestras lágrimas y después, para nuestras ilusiones. Mientras tanto, vamos a hacer la tarea, así no nos alcance la vida.